Claudia Muñoz
Superiora, aci
Evangelio según San Lucas 4, 1-13
“…Se dejó llevar por el Espíritu al desierto… No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre.”Lc. 4, 1
A Jesús le gusta el desierto. En varias oportunidades el Evangelio nos habla de esto. Parece que le gusta andar por los lugares apartados y se adentra en la soledad, en la aridez, en la precariedad que estos lugares conllevan. Y ahí lo encontramos de nuevo en este Domingo 1º de Cuaresma, en el desierto, como esperando algo, atento, decidido a esa espera. No come nada y al final siente hambre. Siente deseos de algo que intuye es más que la comida, por eso no come nada en espera de eso que sabe solo en el desierto puede encontrar. Y de esto siente hambre.
Me gusta, me atrae esta manera de Jesús que se deja atraer por algo grande, que ni siquiera conoce, pero intuye y lo busca con hambre, y la misma hambre lo orienta.
No es pan, “no solo de pan vive el hombre”. Es hambre de Palabra, de comunicación, de diálogo con el Padre. De esta comunicación profunda siente hambre.
No es poder ni esplendor, “adorarás al Señor tu Dios y solo a Él rendirás culto”. Es hambre de Misterio que nos invita a adorar a quién es tan cercano y tan Otro al mismo tiempo. Jesús se adentra en el Misterio de ese tan igual y tan distinto. De este Misterio siente hambre.
No es provocación, “no tentarás al Señor, tu Dios”. Es hambre de sencillez y filiación. Jesús es Hijo y se alimenta de la confianza serena de quien se sabe totalmente Hijo.
Jesús siente hambre de encuentro, de diálogo, siente hambre de Misterio, de infinito, siente hambre de confianza filial. Hambres profundas, una y otra vez renovadas y saciadas en su Padre y en la misión que va vislumbrando en ese desierto en el que necesita adentrarse para dejarlas sentir y hacerse cargo de ellas.
¡Yo también tengo hambre! Y cuántas veces la pretendo saciar con mi pequeña dieta de pan, de autoritarismo, de provocación, de silencios, de encierros, de ausencias, de supuestos “todo va bien”… dieta que tantas veces no contempla la soledad ni el desierto.
A mí también me gusta el desierto, Señor. Su aridez y rudeza guardan una belleza distinta que atrae y conmueve. Tengo experiencia de que ahí se percibe tu Misterio, tu presencia, ahí me haces hermana e hija de tu Padre. Pero me asusta el hambre, me atemoriza la sensación de vacío que aprieta el cuerpo y debilita las piernas.
¡Tengo hambre y me asusta el hambre!
Quiero vivir esta Cuaresma en el desierto, asumiendo el riesgo del hambre que conduce y orienta a tu misión y a tu Misterio.
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