Un nuevo Pentecostés, emerge del corazón convertido de cada Consagrado, somos Iglesia
Hna. Claudia Lazcano C. MSsR.
Evangelio según San Juan 20, 19 -23
En este domingo de Pentecostés las puertas están cerradas el temor se cierne sobre los discípulos, hay una ausencia
que ha socavado la fe primera; esa arraigada en la presencia del maestro, el predicador, el amigo, aquel que llamo a una vida distinta, a esa donde por el amigo se entrega la vida y donde el perdón es un ejercicio cotidiano y profundo. Juan describe esta situación en una frase a “puertas cerradas por miedo” Hoy día este relato se hace actual, vivo: notamos la ausencia del Maestro en medio de nuestra vida, en nuestras calles, sociedad, Iglesia, en el desgaste diario de la entrega.
Se percibe el miedo, la paz aletea frágil en medio nuestro. Se han aprendido variadas formas de cerrar la puerta, frases que nos mantienen a salvo; la Iglesia sufre de falta de credibilidad (soy Iglesia), Los obispos tienen un problema que no pueden ocultar más (soy el silencio que encubre) Somos distintas, somos religiosas, en nosotras aún se cree (soy orgullo y poder soterrado). Si, es inevitable recordarnos la experiencia de la cruz redentora, que se configura en la cotidianidad de la vida consagrada. Jesús debe ocupar su lugar en medio de nuestra vida, de nuestras comunidades, de la Iglesia. Es urgente que bajemos la cabeza y volvamos a mirar las heridas abiertas de sus manos y costado; en ellas se ha manifestado la entrega absoluta de Dios por la fragilidad de su creatura, nosotros. No somos mejores que los que hoy yacen aplastados por el peso de una cruz; áspera, circundada de soledad, menos precio y burlas. Cruz que con la gracia del Espíritu hace posible la oblación total de entrega, de amor y redención. Sí, es la gracia de la donación en paz, esa que Jesús renueva en el evangelio de hoy, repitiendo una segunda vez su bendición. Nos hace falta Paz, no está hablando de esa paz cómoda, y referida a las acciones externas, sino, a la Paz sanadora, restauradora de su presencia en medio de los discípulos. Ese fruto del Espíritu Santo que emerge de la alegría gozosa del encuentro con el amado. Esa Paz que nutre el alma de serenidad y alegría en cualquier situación. Este es el sentido de la bendición de Jesús en medio de los temores, desconfianzas y fragilidades de los discípulos en el cenáculo, en la Iglesia actual.
Es necesario hacer una pausa, detenernos y reconocer estas sombras que hacen que las puertas estén cerradas, no solo como estructuras físicas, si no también, nuestra mente, corazón y alma se han bloqueados. El juicio, la crítica, las pequeñas diferencias reflejadas en la postergación y exclusión de las cuales se ha sido objeto en la historia de la iglesia, nos llevan a reaccionar de forma poco evangélica ante una crisis que es de todos; los primeros cristianos estaban encerrados porque se sentían solos, huérfanos y temían a los judíos. Estos últimos en medio de su ceguera, temían haberse equivocado, haber dejado morir al mesías por soberbia y amor al poder. Aceptar que era verdad que con ellos estuvo el Hijo de Dios, descendiente de David, era haber renunciado a la Salvación. Entonces las sombras del temor envolvieron la humanidad, así como hoy. La urgencia de un nuevo Pentecostés nos apremia. Hace falta el soplo renovador del Espíritu de Dios. Espíritu de misericordia, ese que se compadece y sufre con el otro. Espíritu de fidelidad y amor que testimonie por sí mismo sin explicaciones. De Él hemos recibido la gracia de la consagración, la ordenación, el envío misionero y cada servicio en la Iglesia. Es tiempo de gracia y conversión, es época de Ruha, del viento impredecible, divino, ese dónde se gesta la vida nueva, ese espacio silencioso y en pausa dónde Dios se hace dialogo personal y cercano. Es momento de renovación, de repetir: aquí estoy Señor para hacer tu voluntad, con la ayuda de mis hermanos y hermanas que me diste para hacer Iglesia. Sin ellos no me atrevo a mirar tus heridas, sin ellos la soberbia fría e indiferente alimenta mis miedos, sin ellos la piedra del sepulcro se mantiene cerrada y el anuncio se hace silencio cómplice. Señor necesitamos un nuevo Pentecostés, así como en antaño los discípulos. Es preciso ese primer día, de lucidez luminosa del camino de la cruz y del gozo Pascual. Del ejercicio humilde de ponernos de rodilla con el corazón y la mente, de enmendar el error, de perdonar con generosidad y amar con pureza de corazón. Ven Señor y sopla nuevamente el Espíritu Santo que nos impulsa a dar testimonio de un evangelio encarnado y vivido, sin desconocer la fragilidad de la que estamos hechos. Haznos mujeres y hombres capaces de abrir las puertas de nuestras limitaciones para que tu Gracia nos habite, haciéndonos comunidad de testigos de tu presencia en medio del mundo y sus culturas.
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