Cuando la Misericordia y la Ternura devuelven la dignidad a los hijos
María Teresa Gajardo R. f.s.p.
Evangelio según San Lucas 15,1-3.11-32.
Este Domingo la liturgia nos pone de frente a un a hermosa y controvertida parábola.
Es un hecho que narra la experiencia de una familia atípica o, mejor dicho, muy actual. Dado que la narración nos presenta un padre y dos hijos…. Surge luego de varias lecturas al texto preguntarse ¿dónde está la mamá o el lado femenino de esta narración?
Luego, controvertida porque esta historia la conocemos como la parábola del hijo pródigo y en ella relata las actitudes y /o el comportamiento de tres personas, con las cuales no siempre estamos de acuerdo y entonces, decimos, debería llamarse de otra forma y divagamos poniendo títulos según nos vamos identificando con los personajes de la parábola.
Más allá de estas conjeturas y o divagaciones, la invitación es a tomar la parábola y saborear aquella enseñanza que de ella se desprende y dejarnos tocar por una lectura en clave del Año de la Misericordia.
No pretendemos narrar literalmente el texto de Lucas 15,1-3,11-32; ya que es una historia conocida, sino más bien, centrar nuestra mirada en las motivaciones de fondo que nos surgen de la meditación y oración de un trozo bíblico que hoy muestra la capacidad de un Padre rico en misericordia que, mediante la apertura y un corazón lleno de amor, sale corriendo al encuentro del hijo menor: lo abraza , goza de su llegada y hace fiesta “ porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida” ( cf.v 24) y luego debe salir nuevamente para buscar al hijo mayor , quien está irritado y molesto por las atenciones que recibe el hijo menor, que a sus ojos ha despilfarrado su herencia. En esta salida del Padre hay una profunda actitud de escucha y de acogida a su hijo mayor quien, con argumentos muy duros, ha tirado fuera toda su rabia. El Padre lo acoge tal como está, con sencillez y humildad, explica su alegría y motivos para la fiesta”Convenía celebrar una fiesta y alegrarse”( cf. vv.23-32ª) y su motivo: “Porque este hijo mío, hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado (cf. vv.24 y 32b)”.
Podríamos dejar hasta aquí nuestra reflexión. Sin embargo, es bueno que retomemos el inicio de la historia y ponernos en la escena con nuestro imaginario: la casa paterna, el padre y sus dos hijos. Como padre, debe cumplir con un requisito ante el insólito pedido del hijo menor, entregarle su parte de la herencia. Y como son dos hijos, al mayor debe entregar lo que la ley de ese tiempo exige: dos partes del total de la herencia, al mayor. Lo extraño de la situación es que esto se hace normalmente cuando el padre ha fallecido.
Conviene saber un poco el perfil peculiar de estos dos hijos: el mayor, podríamos decir, es hijo del deber, él cumple con lo que le corresponde. En este sentido parece no disfrutar de las actividades que realiza y menos gozar vinculándose con otros para compartir lo que tiene, a juzgar por su actitud encasillada en el deber, tampoco sabe cuánto en realidad tiene, ya que recibe el doble de su hermano menor. En cuanto al menor, parece diametralmente opuesto al mayor, puesto que el menor tiene lo que quiere en sus manos y se aleja de la casa paterna para disfrutar la vida , se va” de carrete en carrete” , hasta que la plata se acaba y no le queda más remedio para sobrevivir que buscar trabajo y allí es cuando llega a lo último: desear el alimento de los chanchos, para saciar su hambre; ha gastado todo y ha perdido todo, especialmente su dignidad, está fuera de su casa, de su territorio de origen y de sus valores éticos.
Si hacemos una lectura desde el rol del hermano mayor ¿Qué nos pasa a nosotros como religiosas y/o religiosos? ¿Qué sucede en nuestro interior, cuando descubrimos que también hay rasgos de este personaje en nuestro día a día? Sobretodo cuando juzgamos a un hermano /a que piensa y actúa distinto a nosotros o cuando descubrimos que recibe más atenciones en nuestra comunidad. La falta de acogida a lo diverso, hacer las cosas por deber, reduce nuestro espacio físico y la visión se nos nubla, podemos errar en nuestra forma de preguntar y a quien preguntamos, como hizo el hermano que preguntó a un siervo que le echó más leña al fuego. Al igual que el hijo mayor podemos hacer sentir nuestros años en la comunidad religiosa. Engañándonos a nosotros mismo, podemos estar en la comunidad muy bien, pero ser, pertenecer es mucho más que estar.
Poniéndonos en e lugar del menor, encontramos, un tipo libre, más osado, con capacidad de riesgo, de aventura. Pero, cuando está en el fondo, en estas circunstancias, se mira a si mismo y es capaz de repasar en una profunda mirada interior todo lo que ha hecho. Especialmente el haberse alejado de la casa paterna, el vivir lejos del padre, como si este no existiera. Pudo haber caído en la soberbia o en el victimizarse. Al contrario, se replanteó:”volveré junto a mi Padre”…Se miró desde el otro, el Otro con mayúsculas, no se quedó en sí mismo, aun cuando su vuelta tiene un dejo de egoísmo, vuelve porque necesita comer y no sabe como será recibido.
Sería interesante para nosotros religiosas y o religiosas es ubicarnos desde la figura del hijo menor…y preguntarnos ¿Cuántas veces hemos pedido y recibido la herencia y la hemos malgastado?
Hijos mayores e hijos menores, todos tenemos un Padre que nos acoge con su inmensa ternura, que se alegra con nuestro regreso, nos sale al encuentro y nos abraza, hace fiesta y nos dice ““Todo lo mío es tuyo” (cf.15,31).
En clave del Año de la Misericordia, podríamos aprender del Padre, dejarnos tocar por su ternura y acoger a todos nuestros hermanos, así como son..
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