Él se acercó…
Sandra Lucarelli Castagno
Religiosa de María Inmaculada
En el evangelio de este domingo, Jesús se acerca con sus discípulos a la casa de Simón y Andrés… Allí, se encuentran con la situación de que la suegra de Simón estaba con fiebre y en cama. El Señor se acerca, la toma de la mano y la hace levantar.
Es increíble que en un párrafo tan pequeño quede de manifiesto, una muestra tan grande de lo que Dios puede hacer por nosotros, con tan sólo acercarse, tomarnos de la mano y hacernos levantar.
Esto me llevó a pensar cuáles son “las fiebres” que me postran… Las fiebres que me quitan la fuerza, la salud del alma, y al fin, me enferman…
Vivimos tiempos complejos. Todo parece haberse desdibujado a veces. Cada uno parece enarbolar su propia bandera y todos la tienen que aceptar. Pero no resulta tan “normal ni natural”, cuando yo tengo que aceptar las banderas de los demás. Entonces discutimos, nos enfrascamos en una escalada de poder y perdemos de vista por qué empezamos a discutir.
La fiebre del YO comienza a minar nuestro corazón y el riesgo es que se convierta en el cristal, con el que miramos y catalogamos todo. Esta podría ser la fiebre de la autorreferencialidad. Me llena de las aparentes capacidades y dones que me llevan al “éxito apostólico”, a estar en “la última”, a gozar de cierta fama en el ámbito de la Congregación y de la Iglesia, en las redes sociales y eso me hace sentir bien. Es atrayente: siempre tengo algo que decir, y veo que cala, que hay quien me apoya, quien me “festeja”. Pero poco a poco, me voy alejando de mis hermanos de comunidad, de mis destinatarios apostólicos, ya no “tengo tiempo”, la agenda siempre llena, se afecta mi oración y mi vida interior comienza a vaciarse… Porque tampoco tengo espacio para Dios. En mi discurso es el “centro de mi vida”, pero en mi verdad más profunda, quizás el Señor se me ha perdido en esta vorágine en la que me he enredado.
La fiebre, como síntoma clínico puede tener diversas causas. Para saber, el médico indica una serie de exámenes para poder acertar con un diagnóstico y un tratamiento. Pero para que el médico pueda actuar tiene que haber un reconocimiento por mi parte, de que hay un malestar, que estoy enferma. Y acudir al especialista. Lo que pasa con Dios, es que El, conocedor de nuestra fragilidad, viene a nosotros, nos toma de la mano y nos levanta. Esa actitud de Dios, de cercanía, de incondicionalidad, es capaz de sanarnos interiormente. Entonces nos toma de la mano y nos levanta de nuestras postraciones, y así sanados de nuestras dolencias, podemos salir con fuerza “a servir”…
Hay otras “fiebres” que nos desaniman y nos minan por dentro. Podemos dedicar algún espacio a pensar… La crisis que sufre la Iglesia, la disminución de nuestras congregaciones, los abusos, la reestructuración de obras apostólicas, la crisis de la vida fraterna, la escasez de vocaciones… Todo esto puede llevarnos a la fiebre de la tristeza y el sinsentido. Pero NO… Dios está… El Señor Jesús viene a nuestra casa, viene hasta nuestro lugar de postración y toma el rescoldo de un corazón que un día le dijo SI, con ilusión y con confianza, con amor sincero y con apuesta por el Evangelio… con el tinte carismático al que cada uno de nosotros ha sido llamado. Dios no se queda en nuestra fragilidad, sino que apuesta por nuestras posibilidades y sigue haciendo su obra. De hecho, después de curar a la suegra de Simón, nos cuenta ese pasaje del Evangelio, que curó a muchos enfermos y endemoniados y muchos vinieron a donde estaba El. Jesús no se queda atrapado en la cantidad de gente que vino a verlo, ni en el “éxito” de haber sanado a tantos enfermos. Sigue adelante… Se fue a orar, se fue solo. Hace un espacio para la intimidad con su Padre. Los discípulos lo encuentran, le dicen que “todos te andan buscando”; tampoco se enreda en la calidez de esa expresión. Su respuesta es: “Vayamos a otra parte, a predicar también a las poblaciones vecinas, porque para eso he salido”.
Jesús tiene claro que el Evangelio no se predica sólo donde nos “hacen caso”, donde la gente se queda contenta, sino que hay que llevarlo a todas partes, aún ahí donde no es bien recibido, o peor, donde da lo mismo porque impera la indiferencia o la ignorancia. El Evangelio es para todos. “…para eso he salido”. Acaso una alusión directa a esta “Iglesia en salida” que nos propone el Papa Francisco. Para acercarnos, como El lo hace, a los que HOY nos necesitan. Nuestras congregaciones tienen, tenemos el reto, el gran desafío, de no quedar atrapados en tremendos edificios, grandes obras, que ya no responden a lo que nuestros carismas hoy pueden aportar a la Iglesia y la sociedad, a nuestros hermanos más vulnerables, violentados, olvidados, abusados, desprotegidos.
No tenemos todas las respuestas, pero no nos quedemos atrapados en el “siempre se hizo así”. Dejemos entrar a Jesús en nuestras casas, dejemos que su mano, refresque nuestra frente, a veces aturdida por no encontrar los “cómo”, incluso en medio de esta Pandemia del COVID 19, que nos ha obligado a buscar otros caminos pastorales. Que nuestros discernimientos no ahoguen el Espíritu que nos está diciendo “vayamos a otra parte, a predicar…” Nos está diciendo que lo que está en crisis no es la Iglesia, sino el modo de ser Iglesia, como lo refieren varios autores en estos momentos. No nos quedemos en el bien que hemos podido hacer por muchos años en un lugar, en una misión… Busquemos el MAGIS, que tanto insistía San Ignacio de Loyola… Dónde podemos hacer mayor servicio, dónde no hay otros que lo hagan, dónde podemos incidir más desde nuestros valores del Evangelio, para defender la dignidad de los más atropellados, dónde…están hoy quiénes más nos necesitan.
Cuando Dios nos toma de la mano, cuando nos dejamos levantar de “las fiebres” que causan nuestras postraciones, la movilidad, la creatividad, la vitalidad se dan espontáneamente, porque en la alegría interior de la llamada, compartida en fraternidad con nuestras comunidades, está la esencia de la fidelidad a la misión como consagrados en el mundo.
“El se acercó”… se acerca, se sigue acercando porque es promesa: “Yo estaré con ustedes, todos los días, hasta el fin del mundo”(Mt.28,20b).