La misericordia como principio de salvación
Lc15,1-32
Hna. Sandra Henriquez, cm
Carmelitas Misioneras
El texto en el que nos adentraremos es conocido, y por lo mismo, el riesgo es acogerlo con algunos presupuestos impidiendo que el Espíritu despliegue su creatividad misericordiosa en nosotras y nosotros.
Ya desde la primera lectura el libro del Éxodo nos muestra un Dios cuyo corazón se doblega ante la intercesión en favor de la fragilidad humana. Con el “acuérdate” de Moisés vuelve la memoria de un Dios que ha hecho alianza perpetua con su pueblo. (Ex32, 7-11. 13-14)
El grito sálmico es el reconocimiento de la bondad de Dios que jamás desoye la súplica que brota de un corazón que se reconoce débil y pecador. “…por tu gran compasión borra mi falta; límpiame por entero…. renuévame en mi interior con un espíritu firme.” (Salmo 50)
San Pablo, recuerda el trato misericordioso y generoso que Dios ha tenido con él en su historia personal de salvación y que le permite reconocer cual es el corazón del seguimiento y la predicación “a saber, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero” (1Tm1,12-17)
La parábola del Padre misericordioso se abre con la murmuración que pone freno al despliegue de la bendición ofrecida por Dios, le sigue la revelación de su imagen para llegar finalmente a su praxis misericordiosa.
La murmuración es la desfiguración de Dios. Revela lo que hay en el corazón humano y los criterios que tenemos para mirar a las personas ¿Desde dónde las miramos y juzgamos? El valor intrínseco de toda persona queda desfigurado y a merced de la opinión pública que despiadadamente termina aniquilándola. La acción misericordiosa de Dios, sin embargo, reconoce lo que hay en el interior de cada ser humano, esa profunda bondad oscurecida por el orgullo que nos hace creer que estamos por encima de los demás reduciendo el valor divino del ser humano a criterios moralistas, sectarios, doctrinarios.
Los rostros de un Dios alegre:
– Un pastor… «Alégrense conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido».
– Una Mujer…»Alégrense conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido».
– Un Padre…»convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado».
La praxis de la Misericordia:
– Ver, Correr, abrazar, besar. «Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente.»
Gestos que nos hablan de la acción dignificadora y resucitadora de Dios. Lo que para nosotros y nosotras puede aparecer como sin remedio y perdido, para Dios es siempre posibilidad de manifestación de su amor. Él sólo sabe ver, correr, abrazar y besar, convirtiendo cada rostro humano en verdadera bienaventuranza (alegría) de un amor que está totalmente volcado a reconocer la grandeza de cada persona, más allá de su condición.
– Vestir, restituir la alianza, dignificar, celebrar. «Traigan aprisa el mejor vestido y vístanlo, pónganle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traigan el novillo cebado, mátenlo, y comamos y celebremos una fiesta.»
Todas invitaciones que se ofrecen para reconocer en cada hermano y hermana su dignidad, y el deber eclesial y social que tenemos de que todos y todas tengan cubiertas las necesidades básicas para vivir la alegría del banquete del Reino, porque no podemos desconocer que nuestra posición es posibilidad de restauración, “Hijo, tu siempre has estado conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero ahora tenemos que hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado.”