Semillas y siembras
Hno. Ramón Gutiérrez, aa
Religiosos de la Asunción
Muy bien nos hace escuchar a Jesús hablándonos de siembras, de semillas y del resultado conforme al terreno. Sorprende, en esta página del Evangelio, observar el escenario en el cual se desarrolla esta catequesis del Mesías. Es un escenario poco común para nosotros que tenemos tanta costa, tanta playa, tanto mar. Que Jesús hable desde un bote hacia la playa y que la gente lo escuche, es porque tenía un gran vozarrón. Creo yo.
Pero dejemos de lado el espacio y vamos a esa magnífica descripción de la siembra donde aparecen bien especificados los terrenos donde cae la semilla.
El camino, las piedras, los espinos y la buena tierra.
Nos conviene, nos hace bien colocarnos nosotros, consagrados y consagradas, en uno de estos espacios donde cae la semilla. Porque este pasaje evangélico nos calza muy bien a los que hemos recibido la invitación de seguir al Señor en una vida totalmente dedicada a Él.
Si somos tierra de caminos de piedras o de espinos, estamos lejos de poder dar buenos frutos. A lo más lograremos dar unos brotes más o menos hermosos y verdes, pero no llegaremos a madurar, a florecer, a dar fruto.
Con ustedes quiero que nos coloquemos, con total honestidad, en qué tipo de tierra estamos recibiendo la semilla del Maestro. Pero antes quiero decir que entre los versículos 18 y 23 se nos da una clarísima explicación de la parábola del sembrador. Es decir, este texto se nos regala con explicación dada, ¡qué mejor! Nada de cansarnos pensando…
Nuestra vida religiosa, en todo tiempo, tiene estos elementos que conviven con nosotros y en nosotros, en nuestro interior.
La poca consistencia de nuestro particular terreno nos hace convertirnos en tierra de camino, de esos caminos polvorientos de nuestros campos. Ahí nada crece y a veces cae algo de semilla; o sea, la aceptamos, pero estamos secos, sin agua, sin vida para que la semilla haga su ciclo. El Señor la entrega, nosotros no estamos dispuestos o habilitados para recibir ese don de Dios. Dios nos ama infinitamente y aunque por debilidad aplastemos su Palabra, Él está siempre.
Quizá, hermanas y hermanos, el ejemplo de las piedras nos permita comprender mejor este desperdicio de la semilla que Dios siembra en nosotros. Bien sabemos, especialmente cuando ya llevamos varios años de vida consagrada, que el corazón se nos endurece como piedra y eso nos impide ser terreno para la acción de Dios en el mundo. Porque toda semilla que pueda brotar en nuestras vidas es para la extensión del Reino en nosotros y alrededor nuestro. Una vida endurecida como una piedra no es vida, nos provoca amargura, y una mujer u hombre amargado no puede hacer felices a los demás. No puede dar frutos de bondad, de cariño, de solidaridad, de justicia.
Al hablar de los espinos, me parece que debo hacer una explicación de la palabra: el espino, como lo entendemos en Chile, es un árbol pequeño con muchas espinas. El texto bíblico, a mi parecer, apunta más a las plantas con espinas que crecen por los campos y que ahogan los brotes de las siembras. Por eso, es imprescindible desmalezar los campos cuando están saliendo al exterior los brotes de las plantas. No crean que me estoy saliendo del tema… En nuestra vida consagrada también nos encontramos con situaciones que nos ahogan, que nos aplastan y que nos impiden crecer sanamente. Tenemos, a nuestro alrededor, muchas situaciones que son como plantas que ahogan nuestra vida y lo peor es que esas situaciones nosotros mismos las provocamos; por eso nos es imposible dar vida, dar buenos frutos.
Y tenemos la buena tierra. Y no solamente la tenemos, sino que somos buena tierra. Cada uno y cada una puede revisar tantos regalos de Dios -semillas de buenos frutos, de hermosas flores-, que Dios siembra en nosotros. Con ese cargamento podemos transformar nuestro mundo partiendo de lo pequeño, que es nuestra vida y pasando por la comunidad que Dios nos ha regalado para llegar a la sociedad que nos rodea y que, hoy, como siempre, nos reclama frutos buenos.
El texto de hoy muestra el entusiasmo del escritor sagrado cuando de espinas y granos de trigo se ocupa. Dice que unas espigas dieron cien granos y recuerda que eso partió de una semilla. “El cien por uno”. Digo que se entusiasma el escritor del texto porque es algo excepcional que una espiga de trigo regale cien granos, lo normal oscila este treinta y sesenta, pero hay también de cien. No lo digo yo, lo dicen los campesinos. Vaya ánimo y alegría, para cada uno y cada una de nosotros. Nuestra vida puede producir al cien, al máximo. Entonces, ¿por qué será que nos acomodamos y consolamos con lo que sea, sin aspirar al máximo?
Creo que los testigos de Cristo, esas personas que llamamos santos y santas, lo que de verdad hicieron para abrir nuestra admiración hacia sus personas, fue acoger la semilla y hacerla producir al máximo, según las fuerzas y las riquezas de cada cual.
No me cabe duda que la multitud de fundadores y fundadoras de congregaciones y fraternidades religiosas solamente lucharon para ser surcos abiertos de buena tierra donde hicieron germinar las semillas regaladas por el Señor y así relució una comunidad eclesial con buenos brotes, con buenas flores y con buenos frutos. Nosotros hemos heredado esas huertas o chacras del Señor. Ya se nos pedirá cuentas para ver si fuimos nosotros mismos tierra fecunda. Es tarea ineludible cuidar el crecimiento de las plantas y preocuparnos por dejar buenas semillas para seguir el ciclo del campo del Señor. Si la semilla es buena, el fruto es bueno, lo aprendí desde muy niño, en el campo. Pero la tierra buena asegura realmente el fruto hermoso y la espiga generosa.
Consagrados y consagradas tenemos el amplio campo del Señor a nuestra disposición. Para cultivarlo y dar buenas cosechas no tenemos disculpas, el Señor nos regala infinidad de dones que nos facilitan ser expertos en el cultivo del bien. Que nos vayamos por otras sendas es asunto nuestro, no del Señor. Él siempre nos muestra el buen camino.
Tampoco olvidemos que la gestación de la semilla plantada se debe al Señor y, bajo la tierra, germina silenciosamente; de nosotros sólo espera cuidados. Agua y abonos son necesarios, pero bien dosificados.
Y tan buen Maestro es el Señor que nos regala siempre palabras de ánimo, palabras que nos ayudan a seguir adelante con gran esperanza. Hoy nos dice, una vez más, que somos privilegiados:
“Dichosos ustedes, porque tienen ojos que ven y oídos que oyen. Les aseguro que muchos profetas y personas justas quisieron ver esto que ustedes ven, y no lo vieron; quisieron oír esto que ustedes oyen, y no lo oyeron”.
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