Fray Ronald Villalobos Alarcón, OFM
El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia este domingo es parte del discurso escatológico con el cual el evangelista Lucas concluye la última actuación de Jesús en Jerusalén.
A lo largo de la historia no han faltado profetas de desventuras que han alzado su voz para anunciar el fin del mundo, el fin de la historia. Ante acontecimientos como las guerras, las pandemias, las catástrofes naturales, etc., muchos creyeron que eran indicios seguros del inminente fin del mundo ¿Quién no escuchó o llegó a pensar que con la pandemia del COVID se aproximaba la destrucción del mundo? Pero ante esos discursos atemorizantes y fatídicos, el evangelio de Jesús, como siempre, nos ofrece un mensaje de esperanza y de confianza: “Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto al fin”.
Ante un relato que a primera vista pareciera describir puras calamidades (grandes terremotos, pestes y hambre (…) fenómenos aterradores y grandes señales del cielo), que ciertamente son parte del curso de la historia, la invitación es, en primer lugar, a poner nuestra confianza en Dios. Dios providente no nos abandona, camina junto a nosotros con fidelidad y amor. Ciertamente como creyentes no estamos libres de vivir dificultades, muy por el contrario, es parte del seguimiento de Jesucristo y del testimonio a contracorriente que estamos llamados a ofrecer al mundo.
En ningún momento, Jesús nos “dora la píldora”, sino que es muy claro en mostrarnos que seguir sus huellas, puede llevarnos a vernos enfrentados con detenciones y persecuciones, incluso la muerte ¡Cuantos religiosos y religiosas a lo largo de la historia han llegado a derramar su sangre por ser testigos de la fe! Como no recordar el testimonio de la hermana Gloria Cecilia Narváez que durante cuatro años sufrió el cautiverio en manos un grupo yihadista islámico. A ella muchas veces le pidieron que renegara de su fe, pero ella se mantuvo firme. Según su propio testimonio: “para combatir el miedo, dibujaba en la arena un cáliz, se arrodillada evocando al Dulce Nombre de María, recitaba el Magníficat, rezaba el Rosario, entonaba los salmos… Me sentía abrazada por la oración de la Iglesia, besada por Jesús y protegida por el manto de María”.
En medio de todo sufrimiento y dificultad que surja por ser fiel a Jesús y su Evangelio, se nos invita a no desfallecer, sino que a permanecer. Un permanecer que no nace de un voluntarismo heroico, sino de la experiencia de que no estamos solos, sino que Dios camina con nosotros de manera providente. Ahí está la fuente de la fidelidad al Dios que guía la historia hasta la plenitud de los tiempos.