Evangelio Según San Mateo 25, 14-30
La parábola de los talentos es, sin duda, uno de los pasajes más conocidos de los Evangelios. Y, al mismo tiempo, uno de los que más se presta para distintas interpretaciones.
La historia la conocemos. Mateo la ubica casi al final de su Evangelio, entre las parábolas de las diez doncellas y la del juicio final. Es, obviamente, una parábola que nos llama a reflexionar sobre la segunda venida de Jesús, la actitud con la que estamos llamados a esperarla y los criterios con los que seremos juzgados aquel día definitivo.
Me parece dudosa aquella lectura de la parábola, como si fuera una invitación al emprendimiento y la multiplicación sin más; a transformar los talentos que recibimos—sean cinco, dos, uno—en veinte, luego ochenta, luego doscientos y luego mil, sin importar el fin para el cual estamos multiplicando; o a poner nuestro dinero en las más rentables inversiones, porque el Dios- Patrón siega donde no siembra y recoge donde no esparce (vv.24), como tristemente lo sabe el desdichado que recibió un solo talento.
A esa interpretación siempre le ha faltado, en mi opinión, una parte importante de la parábola. Los productivos servidores que recibieron cinco y dos talentos, al momento de rendir cuentas, entregan a su señor tanto los talentos recibidos como los ganados con los intereses. Ellos saben que lo trabajado, lo multiplicado es para su señor, no para ellos. La parte de la devolución suele ser olvidada.
Pero pensando en el contexto de entrar ya en la parte final del año y en que este domingo es el día en que elegimos a nuestras máximas autoridades civiles, y en que como Iglesia nos preparamos para la próxima visita del Papa Francisco, quisiera invitar a poner atención en aquel que recibió un talento y, sobre todo, en la dura respuesta que Jesús propone ante ese servidor “malo y perezoso” (vv.26). ¿Por qué Dios nos habla de un Dios tan duro? ¿No debía el Dios-Misericordia perdonar y dar una nueva oportunidad, en vez de quitarle lo poco que tenía y enviarlo a las tinieblas donde no hay más que “llanto y rechinar de dientes” (vv. 30)?
Yo creo que el punto de Mateo en esta parábola no es poner en cuestión la doctrina del Dios compasivo y misericordioso, cercano a los pobres y débiles. El punto que quiere con claridad hacer Mateo—y por eso lo gráfico de las imágenes en la parábola—está en conexión con la parábola de las diez doncellas: ¿con qué actitud vivo este tiempo de espera de Jesús? ¿Dejo que mi lámpara que vacíe de aceite o la voy llenando frecuentemente? ¿Escondiendo los talentos recibidos o arriesgando para multiplicar en beneficio de los demás?
Es un problema de actitud. ¿Vivo mi cristianismo conservando lo que tengo o arriesgando, aunque en esa actitud arriesgada no siempre las cosas resulten bien? He aquí el dilema; ésta es la decisión, la actitud con la que “espero” a Jesús. Y esto no es algo solo personal, sino también comunitario, como comunidad religiosa, como Iglesia: ¿vivimos para conservar lo que tenemos o arriesgamos? Mi impresión es que uno de nuestros mayores males como cristianos, pero particularmente como religiosos y miembros de nuestra Iglesia, es justamente este: que no nos atrevemos a apostar, a ser audaces, a arriesgar. Nos da miedo equivocarnos, perder lo que tenemos (¡cómo si no hubiéramos perdido suficiente ya!). En cambio, el Papa Francisco nos dice y repite: “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (Evangelii Gaudium 49).
El miedo a equivocarse, a probar nuevos caminos, a salir de lo conocido, a adentrarse en nuevas fronteras, a intentar nuevas formas, es un sentimiento natural. Pero debemos recordar que lo que más repite Jesús en los evangelios es “no tengan miedo”. Creámosle más a Él que a nuestros temores y perezas.
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