«No temas, solo ten fe»
(Mc 5, 21-43)
Hna. Jacqueline Rivas, CS
Catequista Sopeña
Este domingo, el evangelio nos invita a contemplar dos encuentros de Jesús cargados de humanidad y ternura; ambos, con mujeres. Y no estamos en el evangelio de Lucas sino en el de Marcos. Porque el trato especial que tuvo Jesús con ellas no lo testimonia solo san Lucas, sino también el más antiguo de los escritos sinópticos, Marcos.
El primer encuentro está cargado de detalles. Jesús camina rodeado de una gran multitud que lo apretuja por todos lados. De pronto, en medio de esa multitud y de ese barullo, siente que alguien lo ha tocado de una manera especial. Aquel gesto no le ha pasado desapercibido. Aun en medio de ese gentío, para Jesús cada persona es única. Se detiene. Pregunta quién lo ha tocado. Y con voz tímida y, seguramente, llena de miedo y de vergüenza (podría ser apedreada), aquella mujer que sufría hemorragias desde hacía tanto tiempo, a quien se le iba la vida a chorros, a quien nadie había podido curar, que incluso había quedado empobrecida buscando alguna solución a su enfermedad, es colocada en el centro del relato. Jesús da voz a una mujer considerada impura y, por tanto, rechazada y excluida por todos. La mira con respeto y cariño. La llama “hija”. Sí, aquella mujer a quien muchos creerían “maldita” dada su enfermedad, es llamada “hija” y ha sido salvada, restituida.
Jesús, que habitualmente pide mantener en secreto sus milagros, en esta ocasión muestra gran interés en hacerlo público. ¿Por qué? Porque desea rehabilitar a aquella mujer. Lo importante no es el milagro realizado; lo importante, lo que Jesús pone en valor, es la fe de aquella mujer. ¡La fe mueve montañas! ¡La fe hace posible lo que para muchos es imposible! Una fe que ni siquiera tuvieron sus discípulos cuando estuvieron en medio de la tormenta.
A continuación, se nos presenta otro encuentro. Ahora con otra mujer, una muchacha de 12 años. Su padre, movido por una gran fe, ha acudido a Jesús, pero, antes de llegar a la casa, su hija ha muerto. Y Jesús insiste, pide a su padre solo una cosa: no dejarse llevar por el miedo y tener fe. Y Jesús se acerca, la toma de la mano y la levanta, la pone en pie. Una vez más, no tiene miedo a “contaminarse” tocando un cadáver. Para Dios no hay nada puro ni impuro. Solo nosotros nos empeñamos en poner barreras que separan y excluyen.
Estos dos encuentros ponen ante nosotros, una vez más, un Dios desconcertante. El Dios que nos revela Jesucristo es un Dios amante de la vida, que da la vida en plenitud. Un Dios que no excluye a nadie, para quien todos somos dignos hijos suyos. Un Dios que nos ama con ternura y que nos pone en pie. Un Dios que lo único que nos pide es tener fe, tener una confianza ciega en su amor y en su poder, precisamente en situaciones que parecen imposibles. ¿Es este el Dios al que seguimos y anunciamos? ¿Cuán viva es nuestra fe?