jueves , 18 julio 2024

La Espiritualidad del Cuidado N°22

“Te aconsejo que me compres oro refinado para que te hagas rico, ropas blancas para que te cubras y no tengas que avergonzarte de tu desnudez; por último pídeme un colirio que te pondrás en los ojos para ver” (Ap 3, 18)

No hay peor ciego que el no quiere ver ni peor sordo que el que no quiera oír, especialmente cuando eso significa complicidad, encubrimiento, negligencia u omisión. Es lo que ha ocurrido sistémicamente en nuestras familias e iglesias con los secretos endémicos sobre los abusos de adultos hacia menores de edad, a través de la violencia o el engaño.  Supuestamente el valor de la unidad familiar es superior a la dignidad de un niño o niña; o la defensa de la religión podría ser un bien superior a cualquier “pecado” de un eclesiástico.

Pues no es así. “Pídeme un colirio que te pondrás en los ojos para ver” (Ap 3,18), especialmente para ver el dolor de la víctima, sin juzgarla ni culpabilizarla ni cuestionar su posible acto seductor. El “colirio” que necesita la sociedad, la familia y la Iglesia sirve para transparentar la evidencia y dar respuesta a quien sufre, asumiendo la vergüenza, la culpa, el descrédito y la imperiosa necesidad de reparación.

No se trata de “comprar” el silencio de la víctima y de su entorno, sino de prevenir el delito, intervenir en el proceso y asumir la sanción, por encima de consideraciones peudocristianas que argumentan la misericordia para los agresores, antes que la solidaridad con las personas agredidas. Al ser descubiertos aparece la “vergüenza”, que solo manifiesta el delito-pecado-trastorno, muchas veces normalizado y por eso repetido.

Un seguidor de Cristo, nunca quita a los demás ni bienes ni dignidad, sino que entrega su amor y su vida para que los demás tengan más vida y vida feliz. La manida teoría de la conspiración y de la persecución contra la institucionalidad eclesial jamás podrá ser tapadera de abusos de poder, conciencia, sexual y todas sus metástasis. Por el contrario, la opción por transformar el mal en bien, la violencia en fraternidad, la herida en samaritaniedad y la cruz en resurrección… requiere voluntad, espiritualidad y autenticidad personal y comunitaria.

Es evidente que la mejor estrategia no pasa por minimizar los efectos sino por erradicar las causas, sin perder el sentido último de la consagración religiosa, que no es tapadera (ni es aceptable que llegue a ser) para refugiarse frente al sufrimiento pasado, o para conquistar el poder futuro. Porque sumar el dolor de una herida, a la frustración por la vaciedad interior, suele dar como resultado un afán desmedido por el placer (conquistado o robado), por el poder (del engaño o la agresión) y por el tener (acumulación o simonía).

“Te aconsejo (eclesiástico o laico) que me compres oro refinado (sin tanta “ganga” en forma de vestiduras o parafernalias con dogmatismo) para que te hagas rico (con las bienaventuranzas), ropas blancas (de los testigos fieles, a veces martirizados) para que te cubras y no tengas que avergonzarte de tu desnudez” (porque no somos lo que decimos o deseamos, sino solo que somos) (cfr. Ap 3,18).

Ni Dios ni nosotros podemos mirar hacia otro lado, que no sea los ojos del malherido, así como no podemos endulzar los oídos con músicas religiosas si no somos capaces de atender el clamor de las víctimas, En todo caso… “el que tenga oídos, oiga este mensaje del Espíritu a las Iglesias” (Ap 3,22).

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