domingo , 24 noviembre 2024

Romero: una causa recobrada del olvido

o romero

Agustín Cabré, misionero claretiano y periodista.

fotoint154a16a051703c_29122014_749amPero jamás olvidada por el pueblo cristiano. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en 1980 por defender la dignidad de los pobres y oponerse a la jauría gobernante en su patria, será beatificado el próximo año.

Así lo expresa el actual arzobispo de esa iglesia, don José Luis Escobar. Tras una entrevista con el papa Francisco anunció esta noticia que remueve de gozo a las bases populares cristianas del continente.

Sin embargo, hay gente que se escandaliza por la devoción que Romero despierta entre los pobres y las comunidades de base. Dicen que fue un asesinato político. Romero habría sido un pastor imprudente que se metió en las causas sociales en lugar de predicar la doctrina clásica. Es gente que no puede aunar la fe con la vida de cada día. Pero cuando se separan ambas instancias, se cae en esos silogismos. Sin embargo, para los que aprecian que la fe tiene consecuencias sociales incuestionables, el reconocimiento de Romero como alguien que defendió la dignidad y la vida de los marginados sociales y los perseguidos por la dictadura derechista y militar de la República de El salvador, era un acto justicia que demoraba en venir.

De hecho, su proceso de beatificación estuvo detenido en Roma por muchos años hasta que el papa Francisco lo desempolvó y lo puso sobre su mesa de trabajo.

Oscar Arnulfo Romero era de cuna humilde. Siendo niño ingresó al seminario de la diócesis que en esos años era atendido por los misioneros claretianos. Ya joven, estudió en la Universidad Gregoriana, en Roma, y fue consagrado presbítero a los 24 años de edad.

De regreso a su patria, atendió parroquias y prestó servicios a nivel del arzobispado. A sus 55 años, el papa Pablo VI lo nombró obispo y siete años más tarde arzobispo de San Salvador.

En un comienzo se le consideró un hombre ligado a los sectores conservadores del país. El Salvador no conocía tiempos de paz. Los movimientos sociales crearon respuestas violentas a la violencia que ejercía el gobierno dictatorial. Así nació el Frente Farabundo Martí y el Ejército Revolucionario del Pueblo. Era un país en guerra interna.

El asesinato de catequistas, de curas y de gente ligada a la iglesia fue para el arzobispo el golpe de timón que lo hizo un defensor de los perseguidos. No lo dudó. Su sentido de justicia y su tarea de pastor que debía defender al rebaño de las dentelladas de los lobos, lo marcó como un hombre peligroso para la dictadura. Su palabra encendida y sus gestos a favor del pueblo se hicieron notar en el mundo entero. En 1978 el arzobispo recibe un doctorado honoris causa por la Universidad de Georgentown, en 1979 se le nomina al premio Nobel de la Paz, en 1980 es galardonado por la Universidad de Lovaina.

Su voz de profeta resuena en todo el continente, en el que varios países sufrían también el matonaje de dictaduras: “¡Cesen la represión! En nombre de Dios y del pueblo sufrido cuyos lamentos suben hasta el cielo, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios ¡Cesen la represión!”.

Los grupos paramilitares anticomunistas que lo habían tachado de traidor lo condenaron a muerte. Un capitán retirado del ejército, quien había sido estrenado por militares norteamericanos en la Escuela de las Américas, fue el organizador del asesinato: Roberto d’Aubouisson.

Mientras celebraba la eucaristía en la capilla de un hospital, el 24 de marzo de 1980, un fusilero, el ex capitán perteneciente a uno de los Escuadrones de la Muerte, Rafael Álvaro Saravia, lo asesinó de un tiro que le dio en pleno corazón.

La sangre del arzobispo regó las tierras de América y nutrió la indignación y el vigor para seguir luchando por las causas humanas.

Diez años después, muchas naciones del continente habían superado esa etapa tenebrosa de sus dictaduras y se abrían a sistemas democráticos. Oscar Arnulfo Romero fue una bandera de lucha. Las comunidades cristianas lo empezaron a llamar “San Romero de América”.

Hoy, después de 34 años, la voz de la iglesia oficial se suma a ese clamor.

 

 

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